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sábado, 19 de enero de 2013

Muerte: un relato sobre la biodiversidad


Muerte

El riesgo que hemos corrido ha sido vivir: vivir siempre. La amenaza de continuar pesaba desde el principio sobre cualquiera que hubiese por casualidad comenzado. La costra que recubre la Tierra es líquida: una gota entre las tantas se vuelve densa, crece, poco a poco absorbe las sustancias en torno, es una gota-isla, gelatinosa, que se contrae y se expande, que ocupa más espacio a cada pulsación, es una gota-continente que dilata sus puntas en los océanos, hace cuajar los polos, suelda sus contornos verdes de moco en el ecuador, si no se detiene a tiempo engloba el globo. Será la gota que vivirá, sólo ella, por siempre, uniforme y continua en el tiempo y en el espacio, una esfera mucilaginosa con la Tierra por centro, un fango que contiene el material para la vida de todos nosotros, porque todos estamos bloqueados en esa gota que no nos dejará jamás nacer ni morir, así la vida será suya y de ningún otro.

Por fortuna se hace pedazos. Cada fragmento es una cadena de moléculas dispuestas en cierto orden, y sólo por el hecho de tener un orden basta que flote en medio de la sustancia desordenada y se le forman ahí al lado otras cadenas de moléculas puestas en fila del mismo modo. Cada cadena difunde orden a su alrededor, o sea se repite a sí misma muchas veces, y las copias a su vez ser repiten, siempre en aquella disposición geométrica. Una solución de cristales vivientes todos iguales cubre la faz de la Tierra, nace y muere en todo momento sin darse cuenta, vive una vida discontinua y perpetua y siempre idéntica a sí misma en el tiempo y en un espacio fragmentados. Toda otra forma está excluida para siempre; incluso la nuestra.

Hasta el momento en que el material necesario para repetirse da señales de escasear y entonces cada cadena de moléculas comienza a hacerse alrededor como una reserva de sustancias, a conservarla en una especie de paquete dentro del cual hay todo lo que le sirve. Esta célula crece; hasta cierto punto; se divide en dos; las dos células se dividen en cuatro, en ocho, en dieciséis; las células multiplicadas en vez de fluctuar cada una por su cuenta se pegan la una a la otra como colonias o bancos o pólipos, el mundo se cubre de una selva de esponjas; cada esponja multiplica las propias células en una retícula de llenos y vacíos que dilata sus mallas y se agita con las corrientes del mar. Cada célula vive para sí y todas juntas viven el conjunto de sus vidas. Con el hielo del invierno los tejidos de la esponja se desgarran, pero las células más nuevas permanecen allí y vuelven a dividirse, repiten la misma esponja en primavera. Ahora falta poco y la suerte está echada: un número finito de esponjas tendrá el mundo; el mar será bebido por sus poros, correrá por sus tupidas galerías; vivirán ellas, para siempre, y no nosotros que esperamos inútilmente el momento de ser engendrados por ellas.

Pero en los aglomerados monstruosos, en los viscosos hongales que empiezan a asomar en la corteza blanda de las tierras emergidas, no todas las células siguen creciendo superpuestas: cada tanto se le despega un enjambre, fluctúa, vuela, se posan más allá, recomienzan a dividirse, repiten aquella esponja o pólipo u hongo del que habían partido. El tiempo ahora se repite en ciclos: se alteran las fases, siempre iguales. El hongal en parte dispersa sus esporas al viento, en parte crece como perecedero micelio, hasta el madurar de otras esporas que morirán como tales al abrirse. Ha comenzado la gran división en el interior de los seres vivientes: los hongos que no conocen la muerte duran un día y renacen en un día, pero entre la parte que transmite las órdenes de la reproducción y la parte que las ejecuta se ha abierto una diferencia insalvable.

En adelante la lucha se ha entablado entre los que son y quisieran ser eternos y nosotros que no lo somos y quisiéramos serlo, aunque fuera por poco. Temiendo que un error casual abra el camino a la diversidad, los que están aumentan los dispositivos de comando: si las órdenes de reproducción resultan de la confrontación de dos mensajes distintos e idénticos los errores de transmisión son más fácilmente eliminados. Así el movimiento alternado de las fases se complica: de las ramas del pólipo fijado al fondo marino se despegan unas medusas transparentes, que flotan a media agua; comienzan los amores entre las medusas, efímero juego y lujo de la continuidad a través del cual los pólipos se confirmarán eternos. En las tierras emergidas, unos monstruos vegetales abren abanicos de follaje, extienden alfombras musgosas, arquean ramas en las que se abren flores hermafroditas; así esperan dejar a la muerte sólo una pequeña y escondida parte de sí mismos, pero en adelante el juego de los mensajes cruzados ha invadido el mundo: será una brecha por la cual la multitud de los que no somos hará su entrada desbordante.

El mar se ha cubierto de un fluctuar de huevos; una ola los levanta, los mezcla con nubes de semen. Cada ser nadante que sale de un huevo fecundado repite no uno sino dos seres que estaba nadando allí antes que él; no será más uno u otro de aquellos dos sino otro, un tercero; esto es, los primeros dos por primera vez morirán, y el tercero por primera vez ha nacido.

En la invisible extensión de las células programas, donde todas las combinaciones se forman o se deshacen en el interior de la especie, fluye todavía la continuidad originaria; pero entre una combinación y la otra el intervalo está ocupado por individuos mortales y sexuados y diferentes.

Los peligros de la vida sin muerte se han evitado - dicen - para siempre. No porque del fango de los pantanos bullentes no pueda emerger nuevamente el primer grumo de la vida indivisa, sino porque ahora alrededor estamos nosotros - sobre todo aquellos de nosotros que funcionan como microorganismos y como bacterias -, prontos a echárnosle encima y a devorarlo. No porque las cadenas de los virus no sigan repitiéndose con su exacto orden cristalino, sino porque esto puede suceder solamente en el interior de nuestros cuerpos y tejidos, de nosotros animales y vegetales más complejos, esto es, el mundo de los eternos está englobado en el mundo de los perecederos, y su inmunidad con respecto a la muerte sirve para garantizarnos nuestra condición mortal. Todavía pasamos nadando sobre fondos de corales y anémonas marinas, todavía caminamos abriéndonos paso entre helechos y musgos, bajo las ramas de la selva originaria, pero la reproducción sexuada ha entrado en adelante de alguna manera en el ciclo de  las especies incluso más antiguas, el encantamiento se ha roto, los eternos han muerto, nadie parece ya dispuesto a renunciar la sexo, ni siguiera a la poca parte de sexo que le toca, para recuperar una vida que se repite interminablemente a sí misma.

Los vencedores - por ahora - somos nosotros, los discontinuos. El pantano-selva derrotado está todavía en torno a nosotros; apenas nos hemos abierto un pasaje a machetazos en la espesura de las raíces de mangrovia; finalmente se ensancha un tragaluz de cielo sobre nuestras cabezas; alzamos los ojos reparándolos del sol: sobre nosotros se extiende otro techo, la cáscara de palabras que continuamente segregamos. Apenas fuera de la continuidad de la materia primordial, estamos soldados en un tejido conjuntivo que llena el hiato entre nuestra discontinuidad, entre nuestras muertes y nacimientos, un conjunto de signos, sonidos articulados, ideogramas, morfemas, números, perforaciones de tarjetas, magnetizaciones de cintas, tatuajes, un sistema de comunicación que comprende relaciones sociales, parentelas, instituciones, mercancías, carteles publicitarios, bombas de napalm, todo lo que es lenguaje, en sentido lato. El peligro todavía no ha terminado. Estamos alarmados, en la selva que pierde las hojas. Como un duplicado de la corteza terrestre la capa está soldándose sobre nuestras cabezas: será un envoltura enemiga, una prisión, si no encontramos el punto justo donde despedazarla, impidiéndole la repetición perpetua de sí misma.

El techo que nos cubre es todo engranajes de hierro que sobresalen; es como un vientre de una máquina bajo la cual me arrastro para reparar un daño, pero no puedo salir de ella porque, mientras estoy de espaldas en tierra allá abajo, la máquina se dilata, se extiende para cubrir todo el mundo. No hay tiempo que perder, debo entender el mecanismo, encontrar el punto donde podamos meter las manos para detener este proceso incontrolado, hacer actuar los comandos que regulan el paso a la fase sucesiva: la de las máquinas que se autorreproducen a través de mensajes cruzados masculinos y femeninos, obligando a nuevas máquinas a nacer y a las viejas máquinas a morir.

Todo en cierto modo tiende a cerrarse sobre mí, incluso esta página en que mi historia está buscando un final que no la dé por concluida, una red de palabras en que un yo escrito y una Priscilla escrita al encontrarse se multipliquen en otras palabras y otros pensamientos, pongan en movimiento la reacción en cadena por la cual las cosas hachas o usadas por los hombres, las partes de su lenguaje, adquieran también la palabra, las máquinas hablen, intercambien las palabras de que están construidas, los mensajes que las hacen moverse. El circuito de la información vital que corre de los ácidos nucleicos a la escritura se prolonga en las cintas perforadas de los autómatas hijos de otros autómatas: generaciones de máquinas quizá mejores que nosotros seguirán viviendo y hablando vidas y palabras que han sido también las nuestras; y traducidas en instrucciones electrónicas la palabra yo y la palabra Priscilla se encontrarán todavía.

Italo Calvino. Tiempo Cero. Capítulo III. Editorial Minotauro 1987

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